ARTÍCULOS Y RELATOS

22 MINUTOS. Por Ismael Luque

Allí estaba Juan. Las 3 de la madrugada, asomado por la ventana e imaginando las estrellas que la contaminación lumínica siempre impedían ver en una ciudad tan descomunal como Madrid. Demasiadas personas, muy pocas estrellas. Pensaba que la proporción era muy desigual y que era necesario encontrar un sitio donde vivir en el que el equilibrio entre personas y estrellas fuera posible. Un sitio en el que viviesen las suficientes personas como para ser capaces de observar las noches estrelladas. Un lugar que respetase los tiempos: el día, para trabajar, para vivir, para relacionarse. La noche, para follar, para pasear, para pensar en la inmensidad del universo contemplando las estrellas junto a tu chica, o para descansar. En la ciudad apenas da tiempo a esas cosas porque hace tiempo que los días se suceden y todo es tan sumamente homogéneo, que el día le ha ido ganando terreno a la noche hasta el punto de no distinguirse el uno del otro. Al igual que la decadencia y la mediocridad le han ido ganando terreno a la creatividad.

Juan seguía mirando al cielo y se seguía haciendo preguntas. Pensaba, que quizá todo era mucho más fácil de explicar. Quizá el hecho de que Jipiter se encontrase alineado con Marte era el responsable de  sus desgracias. Eso le tranquilizaba apenas una fracción de segundo, una pequeña fracción en la que era capaz de engañarse y no reconocer su amplio porcentaje de responsabilidad en lo que le pasaba con las decisiones que había ido tomando a lo largo de la vida. Pero no me vais a decir que la idea de que fuésemos marionetas de un destino predestinado por la posición de los astros es algo que se vende muy bien porque es enormemente más complicado asumir nuestra responsabilidad.

Definitivamente, Juan decidió volver a la habitación de hotel, hotel sórdido de 150 euros la noche. Sórdido no por la decoración, que era espectacular, con piscina incluida alrededor de la habitación, cuya cama y acceso al exterior constituía una pequeña isleta. Sino por los actos que solían desarrollarse allí. Auténtico feudo de la mentira y la manipulación, de las promesas incumplidas. Templo a la egolatría.

A veces se preguntaba porque somos tan infieles. Porque crecen las agencias que, hoy día, planifican encuentros sexuales entre desconocidos casados. Y pensaba que, en el fondo, lo que nos mueve a actuar así proviene de la propia condición humana. Pero no de la inclinación a la poligamia. Algo de lo que no estaba tan seguro. Sino de algo más humano, infinitamente más humano aún: la necesidad de sentirnos deseados. Si, como en aquel cuento de Kundera que leyó el verano pasado en el que su protagonista, casado, siente la necesidad de tontear con infinidad de señoritas, aunque luego no se acuesta con ellas. Él sólo desea engordar su ego, saber que le siguen deseando. Y con eso le basta, no quiere ni desea acostarse con ellas. No es lo que busca.

Juan volvió a la cama, agotado por tantos pensamientos como se agolpaban en su cabeza. No paraba de pensar en su novia, que le había abandonado fruto de sus continuas infidelidades. Tampoco podía dejar de pensar en su trabajo, los malditos recortes le habían terminado afectando y ahora ya era demasiado tarde para emprender la lucha por defender sus derechos. Volvió a la cama y Pedro volvió la cabeza, abrió sus preciosos y rasgados ojos verdes, y con voz dulce le preguntó:

-¿Qué haces despierto, tontorrón? 

Acto seguido, comenzó a besarle el cuello. Y a Juan enseguida se le olvidaron sus elevadas reflexiones. Se dejó llevar por la pasión, y ya sólo deseaba besarle y acariciarlo, hasta encontrar su entrepierna y empezar a devorar su enorme pene. Muchas veces fantaseaba con comerse una polla como la suya. incluso, y eso es lo que le llenaba de desesperación, mientras follaba con su novia. Ella, evidentemente no sabía que muchas de sus infidelidades fueron con hombres. Le pilló con su cuñada únicamente, lo que costó no sólo su relación sino la de dos hermanas hasta el momento inseparables. No era el momento de sincerarse, pensó, ni de echar más leña al fuego confesando sus relaciones con otros tíos que conocía en Internet.

Él nunca se consideró homosexual ni bisexual. Nadie conocía lo mucho que le gustaba comer pollas, y de hecho se engañaba pensando que todo era fruto de un mal momento y puro vicio. No quería recordar que ya había tenido experiencias homosexuales desde su más temprana edad. Como aquella vez que con 12 años se la chupó a un compañero de colegio. O a los 17, cuando le penetraron por primera vez.

El caso es que, volviendo a la cama, allí se encontraban nuestros ocasionales dos amantes. De nuevo dispuestos a gozar el uno con el otro y dejarse llevar por la pasión. Durante 22 minutos, Juan volvió a ser feliz. Durante 22 minutos, no pensó en su trabajo y en su novia. Durante 22 minutos, ni siquiera pensó en que era muy probable que le quedasen unos meses de vida. Durante 22 minutos, se olvidó de todo e hizo lo que verdaderamente deseaba. Durante esos 22 minutos, dejó de fingir ser otro, durante esos 22 minutos se quitó esa mascara que a fuerza de haberla llevado puesta tantos años, ya formaba parte de su piel.

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